La verdad es que esto no puedo dejarlo en el tintero. Fue una experiencia tan divertida como real y no exenta del espíritu investigador de un lego en la materia. Me refiero a mis experimentos en electrónica. Ese fascinante mundo de las partículas, cuyos extraños comportamientos cuando pasan a través de elementos de cierta pureza, parecen ser de otro mundo. Y lo son. Vienen del mundo de los electrones.
Esta historia comienza en la Ciudad de México por los años sesenta, cuando se generalizaba el uso de los transistores que mandaron al museo los circuitos con válvulas al vacío (bulbos), esas misteriosas luces que iluminaban el interior de los viejos receptores de radio y que de niño me hacían imaginar pequeños mundos habitados por seres diminutos iguales a nosotros que eran los que en realidad vivían las aventuras en los programas de acción.
Por ese entonces había empezado a practicar el deporte que durante años ha sido mi favorito: la arquería. Estaban entrando al mercado las flechas de duraluminio que poco a poco fueron sustituyendo a las de madera, pero que tenían un costo mucho más alto. Sucedía que algunas flechas, sobre todo de los novatos, no llegaban a la diana y se enterraban bajo el pasto, desapareciendo de la superficie sin dejar rastro. Para encontrarlas era necesario escarbar y eso dañaba el prado tan bien podado del campo de tiro con arco de la Ciudad Universitaria. Se perdía tiempo y si no se encontraban, también dinero. Decidí entonces construir un detector de metales. Compré un folleto con proyectos de electrónica donde venía uno muy sencillo. Conseguí todos los componentes y lo hice. El aparatito detectaba cualquier metal, por un efecto de impedancia, siempre y cuando el objeto a localizar no estuviera a más de diez centímetros de distancia de la bobina receptora y emitía un pitido. El asunto es que el aparato no tuvo el éxito esperado y decidí desmantelarlo. En mi laboratorio-taller-guarida-estudio, ubicado en la azotea, empecé a desoldar los componentes mientras escuchaba 7-90 Radio Éxitos. Como buen aprendiz, olvidé quitarle la pila al dispositivo. En una de esas, un fuerte pitido se escuchó en la radio. Sorprendido, descubrí que el sonido era causado por el aparatejo en cuestión. Cambié la estación y el pitido desapareció decreciendo como una sirena. Giré la perilla de ajuste y otra vez entró el pitido. ¡Podía interferir cualquier estación de AM! Bueno ¿y? pues que más pronto que ¡ya! se me ocurrió una aplicación práctica.
Se habían puesto de moda los radios portátiles y a tiro por viaje abordaba el trolebús algún sujeto con su respectivo radio escuchando su música favorita, como La charrita del Cuadrante o similar, con un volumen de merolico. El dichoso trolebús me llevaba desde el extremo norte de la Ciudad de México, colonia Lindavista, hasta la Ciudad Universitaria. En aquel entonces un trayecto de poco más de una hora, que aprovechaba para repasar un par de materias pero, si lo abordaba un ejemplar de esos, adiós concentración.
Confiné mi descubrimiento en una cajita de cartón poco menor que una cajetilla de cigarros.
Experimento 1.- La primera víctima abordó en Insurgentes, feliz con su radio a todo volumen. Se sentó adelante y yo estaba en la parte de atrás. Me pasé adelante para poder verlo. Discretamente saqué mi aparatito y lentamente empecé a girar la perilla selectora. En unos segundos, un pitido tan sonoro como su volumen salió de su aparato. Vi cómo se azoró cuando se dio cuenta de que todos lo miraban y cambió la estación. El pitido cesó, pero no por mucho tiempo. El pitido entró de nuevo y provocó un nuevo cambio de estación. Así, el tozudo sujeto cambió la estación como cuatro o cinco veces, hasta que se rindió y apagó su radio para beneplácito de muchos pasajeros. Yo hacía esfuerzos sobrehumanos por no soltar la carcajada y ceder a la tentación de levantarme y decir en voz alta que yo era el causante. Yo, el amo de las ondas hertzianas.
Experimento 2.- Mismas circunstancias pero con una ligera variante. Había ahora una derivación conectada a un tornillo, cuya cabeza asomaba en la cajita. Tocando ese tornillito, el tono oscilaba a voluntad. Podía hacer que la cajita casi hablara. Además, tuve mucha suerte. ¡La víctima se sentó junto a mí! El chavo, feliz e inconsciente, encendió su aparato y ¡dale con su musicota! Yo, incrédulo de mi buena fortuna, saqué discreto mi "cajita mágica", sintonicé su estación y el pitido hizo su presencia. De reojo pude ver su expresión de extrañeza y vino el cambio de estación. El pitido no tardó en escucharse de nuevo. Tomó su aparato y lo sacudió. Cambió nuevamente de estación. ¡Llegó el momento, pensé, y de nuevo interferí su receptor pero ahora con un pitido oscilante fuera de este mundo. La víctima abrió la parte posterior del aparato, sacó las pilas, las puso al revés y probó de nuevo. La radio no tocó. Las sacó y las colocó correctamente. El pitido reanudó sus efectos espaciales. Yo ya no aguantaba la risa. Luego vino el clímax. El chavo se asomó por la ventanilla y buscó algo en el cielo. El pitido no cesaba y yo me daba vuelo improvisando diferentes combinaciones. Tomó el aparato entre sus manos y lo miró incrédulo. No pude contenerme más y soltando la risa apenas pude decirle "soy yo". Sus neuronas no soportaron más. Me miró como si estuviera viendo al diablo y quedó pasmado cuando le mostré cómo las oscilaciones del pitido coincidían con los movimientos de mi dedo. Casi en shock, se levantó de su asiento, pidió la parada y se bajó por la puerta delantera. El trolebús arrancó y pasó junto a él que me miraba atónito con su radio en las crispadas manos. Riéndome todavía, le dije adiós con la mano. Espero que haya recuperado el juicio.
Hubo muchos experimentos más, todos muy divertidos, pero el gusto me duró poco. Llegó la FM y mi descubrimiento quedó obsoleto. No pude hacer nada contra la frecuencia modulada, pero nadie podrá quitarme esa maravillosa sensación de poder que me invadía cuando hacía funcionar aquel aparatito.